lunes, 4 de junio de 2007

El Mercurio, Reportajes, No se lo digas a nadie.


por: Carlos Peña.


Un grupo de senadores -la izquierda y la derecha unidas- presentó esta semana un proyecto de ley tan torpe que, si se aprueba, hará muy difícil ejercer el periodismo. Si uno no conociera las abundantes virtudes de quienes lo firmaron, pensaría que están preocupados de protegerse a sí mismos del afán escrutador de los medios.


El control sobre la propia imagen (elegir qué cara es la que mostraremos al mundo) y el derecho al secreto (decidir quién sabe qué acerca de nosotros) es uno de los derechos humanos básicos. Gracias a él la mayoría de las personas disponemos de un espacio de inconsecuencia y de hipocresía que nos aligera el paso por este valle de lágrimas. La transparencia absoluta -vivir sin cortinas- es algo que se parece al infierno. Y la coherencia irrestricta -actuar en consonancia con lo que se dice, sin caer nunca- es cosa de santos. Es razonable entonces que la ley nos permita guardar las apariencias.


Pero también hay veces en que, como ocurre con los políticos, necesitamos saber si las apariencias engañan. Tratándose de ellos, el padecimiento de una enfermedad, la vida sexual, las amistades y las actividades del fin de semana, pueden transformarse en un asunto público. Cuando los argentinos votaron por Perón debieron saber que estaba al borde de la muerte y que, en verdad, elegían a María Estela Martínez.


Los norteamericanos rechazaron a Gary Hart cuando se enteraron, gracias al National Enquirer, que tenía una amante a la que sin embargo negó delante de las cámaras. John Profumo debió renunciar cuando se supo que Christine Keeler era, al mismo tiempo, la amiga sexual del agregado naval soviético. En todos esos casos no hay nada de moralismo, como suele creerse, sino la más básica de las exigencias. Se trata simplemente de saber en quién ponemos nuestra confianza. Si miramos la fecha de vencimiento de la margarina del desayuno, y si examinamos con parsimonia el dibujo de las ruedas del auto usado que compramos, ¿cómo no vamos a cerciorarnos mínimamente si acaso las personas que van a decidir por nosotros poseen lo que dicen poseer y hacen u omiten lo que, mediante leyes, nos obligarán a hacer u omitir a nosotros?


Cuando la prensa devela ese tipo de situaciones actúa de manera legítima. Y por eso es razonable disminuir el umbral de protección a la privacidad cuando existe un interés público comprometido. El solo hecho de desempeñar un cargo público no despoja a una persona de su intimidad; pero disminuye en una amplia gama de asuntos el umbral de protección a que, en principio, tiene derecho. Por eso la iniciativa de ley que esta semana ha presentado un grupo de senadores -registremos sus nombres para la historia: Carlos Ominami, Carlos Cantero, Guido Girardi y Jorge Pizarro, la izquierda y la derecha unidas- debe estimarse intolerable para la libertad de prensa y la libre búsqueda de información. La iniciativa de los senadores -copiada, dicho sea de paso, de otra de inicios de los noventa- prevé castigos penales para quienes "descubran secretos" o "vulneren la intimidad de otro sin su consentimiento". Es difícil comprender de qué forma los periodistas podrían ejercitar su oficio si una regla así entra en vigencia.


Si la hubieran adoptado, los ingleses no habrían conocido el caso Profumo; los norteamericanos no habrían sabido de los papeles del Pentágono; la gente habría seguido comiendo las porquerías de Food Lyon; Watergate habría permanecido en las sombras; y la hipocresía, que es una virtud de la civilización cuando uno no aspira a dirigir las vidas ajenas, se habría enseñoreado, más incluso que hoy día, de la política. Una regla como esa, u otra semejante, es insensata. No es razonable construir un tipo penal (que autoriza el uso de la coacción estatal, nada menos) dejando entregada casi del todo a la discreción judicial la definición del bien protegido: ¿es acaso el lugar donde se ejecutan las acciones el que define lo privado?, ¿quizás la mera índole de los actos sin que importe el lugar donde se ejecutan?, ¿tal vez el interés comprometido en las acciones?, ¿todas las anteriores?, ¿ninguna? Un periodista o un medio amenazado por tamaña incertidumbre o es un héroe o un loco solitario o apaga la cámara, inhibe su curiosidad, olvida los deberes del oficio y se dedica, de ahí en adelante, a narrar vidas ejemplares, hacer el horóscopo, copiar cables y a transcribir conferencias de prensa.



Entonces, claro, los redactores del proyecto podrían vivir tranquilos y seguros, perorar cada cierto tiempo, retratarse con la familia para las campañas, usar el photoshop cuando les plazca, mostrar sus radiografías cuando les resulte adecuado y negarlas cuando no, almorzar cada cierto tiempo con sus financistas y administrar los inevitables conflictos de intereses sin apuros, sin sudores y sin zozobras, y todo ello como si la política fuera un asunto de ideas y nada más que de ideas, una cuestión de salón, algo distinguido, entre caballeros, y no, como es, un asunto de poder y de intereses del que la ciudadanía, mediante la prensa, tiene derecho a hacer el escrutinio.

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Patricio